Nuestro tercer libro: capítulo IX

A lo lejos se veían las luces de los coches de policía girando sin parar. El ruido de las sirenas se acercaba poco a poco y el resto de coches se iban apartando para que el que conducía muy rápido y sus perseguidores pudieran pasar.

– ¡Los tenemos delante! Se dirigen hacia Despeñaperros dirección Madrid.

– Recibido central -dijo una voz tras la emisora de uno de los coches-. Confirme que son los sospechosos fugados.

– Afirmativo. Son ellos, sin duda.

Desde que inauguraron la autovía, el paso por esa zona podía hacerse mucho más rápido. El coche que llevaban los fugados no era muy bueno, pero sabían sacarle partido al motor, que rugía en la salida de cada curva como si fuera un animal enorme gritando de dolor.

– Ve preparando todo -dijo la mujer que conducía el coche.

Él pasó al asiento de atrás y reclinó los tres respaldos adelante, dando paso al maletero. Desbloqueó el cierre de seguridad y el portón se abrió violentamente. El aire hizo que la puerta diera varios golpes contra el guardabarros trasero, hasta que en uno de ellos salió volando, casi sobre uno de los coches de policía que los perseguían, pero el conductor pudo esquivarla a tiempo.

– ¿Qué está haciendo? -se dijo en voz alta uno de los policías-. Atención unidades, tened cuidado. Seguidlos con precaución.

Dentro del coche que se daba a la fuga, el hombre preparaba varios artilugios.

– ¿Estamos seguros de esto? -preguntó a la mujer-. No queremos que nadie salga herido.

– Pues hazlo asegurándote de que así sea -zanjó ella.

El hombre, que había puesto un mosquetón en su cinturón que se unía por el otro extremo al asiento trasero del coche, cogió una caja de cartón del maletero y la abrió. Vertió todo su contenido sobre la calzada de la autovía. Cientos de clavos comenzaron a saltar en todas direcciones sobre el asfalto. Uno de los coches dio un volantazo para esquivarlos, lo que hizo que el resto de coches de policía frenaran de golpe sin saber exactamente qué pasaba. A los pocos metros, dos de los coches se vieron obligados a detener el coche por completo con los cuatro neumáticos reventados mientras un montón de chispas parecían escupir fuego hacia los lados.

– ¡Dos menos! -gritó él.

– ¡Nos acercamos al primer túnel! -contestó ella-. Es el momento.

Él colocó unos cilindros metálicos a cada lado del portón sobre unas bases que previamente habían preparado. Justo cuando entraron en el túnel, quitó unas tapas de los cilindros y de éstos comenzó a salir muchísimo humo, tanto que él mismo, a pesar de ir en dirección contraria al humo, tuvo que darse la vuelta para mirar hacia adelante. Pronto toda la boca del túnel se llenó de una niebla espesa que no dejaba ver. Dos coches de policía pasaron como si nada ocurriera, sin frenar lo más mínimo. Sin embargo, otro frenó en seco por miedo a chocar con algo, lo que hizo que fuera el coche que iba justo detrás el que se estrelló contra él. El estruendo fue enorme.

– ¡Alguien ha chocado! -gritó el hombre-. ¡No consigo ver nada!

Al salir del túnel pudieron ver que habían perdido de vista a otros dos coches policiales.

– ¡Confirmen estado, confirmen estado! -dijo el primer coche hablando por la radio.

– ¡Estamos bien, pero fuera de servicio! ¡Unidades 405 y 312 fuera de servicio!

– Maldita sea. Éstos me están empezando a cansar.

– ¿Pido apoyo aéreo? -quiso saber su inferior, que conducía el coche.

– No. Los vamos a parar. Acelera.

Los cuatro coches de policía que quedaban aceleraron al unísono, poniéndose casi a la misma altura de los fugados, lo que hizo que el jefe pudiera ver por primera vez la cara del preso escapado. Parecía desesperado, incluso triste por lo que estaba haciendo.

Éste cogió entonces una gran garrafa con algo rosa en su interior y lo echó por completo a ambos lados del coche. Un líquido espeso y pegajoso brotaba, deslizándose sobre el asfalto. De todos los trucos que tenían preparados, éste fue el más efectivo. De los cuatro coches de policía, tres comenzaron a girar como trompos, parándose sólo al chocar contra los quitamiedos laterales. Era evidente que ninguno sufrió daños, salvo un mareo enorme.

– Vale, solo quedamos nosotros. Sepárate, frena un poco. Si tiene más trucos escondidos, no nos va a pillar.

El coche que quedaba se separó viendo cómo tomaban una salida hacia Almuradiel.

– ¡Son nuestros! -gritó el policía-. En casco urbano no escaparán, acércate un poco.

El hombre que estaba en el maletero desancló el mosquetón de su cinturón y pasó al asiento del copiloto. Una vez entraron al pueblo, disminuyeron la velocidad. Vieron de lejos, en una avenida principal, un semáforo en rojo.

– Acelera ahora -le dijo a ella.

Así lo hizo y justo cuando estaban llegando al semáforo, él, con una aplicación de su teléfono móvil, hizo que la luz cambiara de repente a verde por unos segundos, el tiempo justo para que ellos pasaran, cambiando de nuevo a rojo.

– Pero, ¿qué…? ¿cómo…? -al policía no le salían las palabras-. ¡Acelera! ¡Acelera!

A pesar de llevar la sirena puesta, justo al pasar por la intersección, un camión se incorporaba a la vía haciendo que el único coche que aún los perseguía chocara con el lateral del morro de la cabina.

– ¡Venga ya! -vociferó el policía dando golpes a la guantera-. Atención, central. Necesitamos apoyo aéreo. El coche se da a la fuga en Almuradiel. ¡Rápido, se nos escapan!

No pasaron ni cinco minutos cuando el helicóptero dio aviso de que los seguían de cerca. Acababan de entrar a repostar en una gasolinera. Tras dar el aviso, tres nuevos coches policiales llegaron rápidamente para cerrar las salidas de la estación.

– ¡Están aquí! ¡Los tenemos! -gritó uno de ellos al ver el coche parado con una manguera puesta.

Los tres coches rodearon el vehículo fugado. Los agentes salieron a toda velocidad, colocándose detrás de las puertas para protegerse y apuntando con sus pistolas hacia el coche que repostaba.

– ¡Salgan con las manos en alto! ¡Salgan o abriremos fuego!

Sin embargo nadie salía del coche.

Unos kilómetros atrás, en la otra dirección, los dos presos se dirigían de nuevo al punto de partida con un coche distinto.

– De todas, haber dejado otro coche aparcado en esa gasolinera, ha sido la mejor idea. Ahora ya podemos conducir tranquilos.

El hombre sacó de nuevo su teléfono móvil y tecleó algo en el GPS. Puso el teléfono en una base del salpicadero.

“2 horas para llegar al río Borosa”

Nuestro tercer libro: capítulo VIII

Después de la ceremonia, comenzó el banquete. Justo detrás del altar que con tanto esmero habían construido habían colocado unas mesas muy cerca de la ribera del Borosa, aunque no tanto como para que algo pudiera caer al agua.

Sobre las mesas había todo tipo de comida, aunque la mayoría de cosas estaban allí pensando en los niños: jamón ibérico, pizza, hamburguesas, lasaña, palitos rebozados de pollo, refrescos, alguna chuche, pan de Cazorla, aceite de Jaén, queso y aceitunas. Habían decidido no poner perritos, por respeto a los recién casados.

Empezaron a comer, todos de pie para que fuera algo más informal y cercano. Pusieron música de fondo. Algunos comían, otros bailaban y otros comían bailando.

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El taller de ciencias comenzaba a las 12 en punto. Se habían apuntado casi 20 personas, aunque los dos científicos sabían que la mayoría lo hacía para que los trabajadores de la cárcel vieran que tenían buen comportamiento. Unos días atrás pidieron a la pareja que se encargaran ellos de dar las clases en el taller. Ellos aceptaron a la primera. Al fin y al cabo, iban a estar muchos meses allí encerrados. Al menos podrían seguir de alguna manera en contacto con su trabajo. Habían decidido repartir el trabajo. Mientras él daba las clases a los internos, ella prepararía las soluciones químicas que irían necesitando en la clase.

A los reclusos les encantaba ver las reacciones que se producían cuando se mezclaban algunos compuestos químicos. Para ellos eran experimentos de primero de carrera, juegos de niños.

Mientras él daba la clase, ella se enfrascaba en disoluciones, en mezclas. Así un día, y otro, y otro.

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Juanita fue la primera que empezó a gritar. Después le siguió Pedrito, que se rascaba la lengua con todas las uñas mientras buscaba una botella de agua que pudiera beber de un trago.

– ¿Qué es esto? ¿Por qué pican tanto estas patatas? -Juanita sentía que su lengua iba a explotar.

Lola se extrañó y, como siempre ponía todo en duda, cogió una patata, la olió y después la probó. Nada, todo normal. Se encogió de hombros y mojó el resto de la patata frita en el ketchup que había al lado. No pasaron ni diez segundos antes de que ella también empezara a gritar.

– ¡Cómo picaaaaaa!

Mientras tanto, Neno caía al suelo, pero no porque le pasara algo, sino porque no podía parar de reír. No se le había ocurrido otra cosa mejor que echar medio bote de tabasco al ketchup, con lo que picaba tanto que era imposible de tragar. Mientras él se carcajeaba, sus amigos no paraban de beber agua.

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Unos días antes, la pareja había estado hablando. No era justo. Era cierto que tendrían que haber conseguido recuperar la salchicha, su invento; pero no así. Lo tendrían que haber intentado de otra forma, por las buenas. Pero, ¿se la habrían devuelto? Probablemente no. Por eso tenían que hacerlo como lo hicieron. Ahora tendrían que estar allí, encerrados, mucho tiempo; demasiado. No era justo, ellos no lo veían justo.

– No pienso quedarme aquí -le dijo el hombre feo mientras miraba al suelo.

– Pues no te queda otra.

– Sí queda otra.

Ella lo miró extrañada. Después lo escuchó atentamente.

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– ¡Ya te vale! Tendrías que beberte tú el bote entero -se quejaba Lola mientras seguía bebiendo agua.

– ¡Pe… pe… pero no veis lo gra… gra… gracioso que ha sido! – Neno apenas podía hablar. Seguía muerto de risa.

Mientras le regañaban por la broma de las patatas, Pedrito salía de la casa con una botella de cola de las grandes, de las de 2 litros. Miró a Neno de reojo.

– ¡Pi pe pires! – Pedrito hablaba como si tuviera un trapo metido en la boca.

– ¿Quéeeeeeeeeeeee? – Neno caía otra vez al suelo.

– ¡Que no pe pires! ¡No pe pires a la cara!

Salchicha Woman y Bratwurst no podían parar de reír.

– Está bien. Lo siento. Ha sido una broma muy… picante. Ya no hago más, pero no me negaréis que ha sido súper divertida.

– Lo niego – respondió Juanita.

– Anda, dame, seré vuestro criado hoy -Neno cogió la botella de cola que tenía Pedrito.

Mientras Neno la abría, Pedrito miró de reojo a sus amigos y les guiñó un ojo. Escondía un as bajo la manga. Había metido cinco paquetes de unos caramelos de menta dentro de la botella y la había agitado hasta no poder más por el cansancio.

Cuando Neno abrió la botella, un chorro a presión de refresco fue a parar directo al ojo derecho de Neno, con tanta fuerza que el retroceso de la botella hizo que cayera directamente al suelo, rebotando y yendo de nuevo hacia arriba, directamente a la frente de Neno.

Esta vez los que se tiraron al suelo desternillados de risa fueron las dos salchichas y sus tres amigos, mientras Neno se frotaba la frente con una mano y se secaba el ojo con la otra.

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Faltaban 10 minutos para que acabara el tiempo libre en el patio. Había un sol muy placentero y buena parte de los internos miraban, con ojos cerrados, al sol. Poco a poco, las expresiones relajadas de sus caras se fueron tornando en otras mucho más expresivas. Un olor nauseabundo empezó a inundar todos los rincones del patio. Era tan intenso que muchos incluso sentían ganas de vomitar. Varios fueron directamente a las puertas de entrada a las celdas, incluidos algunos vigilantes. Uno de ellos, que no podía aguantar más, comenzó a hacer sonar su silbato, moviendo las manos para indicar a todos que volvieran a sus celdas.

No hacía realmente falta que lo hiciera, porque todos empezaron a correr para irse cuanto antes de allí. También la pareja empezó a moverse por el patio, pero con una intención totalmente distinta. Mientras andaban, iban tirando y pisando unos botecitos pequeños que ya habían preparado en el taller de ciencias. Un compuesto de un olor fétido, casi indescriptible.

Prácticamente no quedaba nadie en el patio, sólo ellos. Tanto los vigilantes como los reclusos se habían ido dentro del edificio, resguardándose del terrible hedor.

En ese momento, el sonido de decenas de toses fue tapado por el estruendo de lo que parecía una terrible explosión.

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– ¡Es hora de la tarta! -avisó el padre de Lola y Pedrito.

Tres pisos de tarta de tres chocolates con los muñequitos de dos salchichas vestidas con uniformes de las películas de Star Wars aparecieron por la puerta de la casa.

Con la ayuda de los amigos, Salchicha Woman y Bratwurst cortaron la tarta con un cuchillo de untar mantequilla.

– Te vas a perder el baile -dijo la madre de Lola y Pedrito a su marido, que acababa de coger el móvil.

La música de la canción “Can’t stop the feeling” sonaba mientras las dos salchichas bailaban alegremente. Todos alrededor aplaudían. El padre de Pedrito y Lola colgó finalmente el teléfono.

– Hijo, parece que has visto una película de miedo -le dijo la madre de los chicos-. ¿Se puede saber qué te pasa?

No sabía cómo explicarlo. No sabía qué decir ni cómo decirlo. Era un momento mágico y nada podría arruinarlo. O casi nada.

– Me ha llamado la policía -consiguió decir-. Son ellos. Se han escapado. Han escapado de la cárcel.

Nuestro tercer libro: capítulo VII

Continuación del capítulo 6

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El murmullo del agua del río entraba por la pequeña ventana que iluminaba la habitación de Pedrito. El otoño había llegado con fuerza y podía ver un manto rojizo por toda la rivera. Algunos senderistas pasaban hablando y las hojas secas crujían cuando las pisaban.

Pedrito había visto varias veces en casa un vídeo sobre cómo hacer un nudo Windsor. Primero tenía que dejar un lado más largo que el otro, pero no recordaba cuál. Por más vueltas que daba a su corbata roja, no conseguía más que ahogarse y si seguía intentándolo, la arrugaría aún más, así que decidió llamar a sus padres.

La casa en la que estaban era ya de sobra conocida por la pandilla. La piscina estaba cerrada y podían verse restos de hojarasca en el fondo. Aunque hubieran querido darse un chapuzón, no habrían podido por el frío de noviembre.

Pedrito bajó corriendo las escaleras para pedir ayuda.

– ¡No hay forma de hac…

Cuando vio a Rocío se quedó mudo. Ella ya había terminado de vestirse. Lucía un vestido, rojo como su corbata, que parecía flotar alrededor de los tobillos. Se había alisado el pelo. Un nudo, mucho más grande que el que tenía que hacer, se adueñó de su estómago.

– Estás… distin… difer… estás…

– Anda, cierra la boca que te va a entrar una mosca -respondió rápidamente Rocío.

La cara de Pedrito se camufló con el color de la corbata. Sintió una vergüenza enorme.

Neno y Joaquín, que observaban la escena desde atrás, no paraban de reír. Cuando Pedrito se giró, vio que también estaban preparados. Los tres chicos llevaban el mismo traje. Lo único distinto eran las corbatas. La de Joaquín era de un color crema, casi amarillo. La de Neno, azul celeste.

En ese mismo momento en el que Pedrito miraba a sus dos amigos como queriéndolos estrangular, Lola y Juanita bajaron juntas las escaleras que daban a los dormitorios.

Lola, con vestido del mismo color que la corbata de Joaquín. Juanita, a juego con la de Neno. Las caras de los niños, una vez más, tan rojas como el vestido de Rocío.

– ¡Vaya! -gritó Pedrito-. ¿Quién se ha puesto rojo ahora?

Las tres chicas se miraron y empezaron a reír escandalosamente.

Las familias de toda la pandilla esperaban fuera aprovechando los rayos de sol que se colaban entre las ramas de dos robles que servían de puerta al río Borosa.

– ¡Papá! ¡Que no me sale! -Pedrito estaba muy nervioso.

Cuando los padres vieron salir al grupo sacaron los teléfonos para inmortalizar el momento.

– Ahora viene lo peor. Hasta que no hagamos mil fotos, no pararan -susurró Pedrito a Rocío.

– Pues a mí me encantan las fotos -respondió ella-. No sé, creo que es una forma bonita de recordar este día para siempre.

– Sí, sí. A mí también -quiso disimular-. Si lo que digo es que…

– ¡Ja, ja, ja! Anda, tonto, que estaba de broma. Son un rollo.

– Bueno, creo que queda lo más importante, ¿verdad? -observó la madre de Rocío.

Los chicos subieron corriendo las escaleras. Una vez arriba, los tres niños entraron a la habitación de la izquierda y las niñas a la de la derecha. Dentro de esta última, Salchicha Woman esperaba sentada en una silla que Lola había cogido de una casa de muñecas.

– Estoy nerviosísima -confesó.

Las tres chicas gritaron a la vez. Estaban tan nerviosas como ella. Hacía ya tiempo que sus dos amigos especiales se habían mirado de una forma distinta a la que solían hacerlo.

– Cada vez que miro por esa ventana, me duele la barriga -dijo Salchicha Woman.

Desde arriba podía verse el pasillo que habían preparado las familias. Una alfombra de hojas se dirigía hasta un arco de ramas que servía de altar, con dos pequeñas sillas preparadas y una mesa llena de flores silvestres.

– No puedo creer que vayáis a casaros -dijo Lola, emocionada.

Unos días antes, pensando en qué vestido se pondría, estuvieron barajando la posibilidad de usar uno de una muñeca de Barbie de Juanita, pero al final lo descartaron. Finalmente se decantaron por los trajes de muñecos de Star Wars de Neno.

– Estos me gustan muchísimo -dijo entonces Salchicha Woman-. Además quedarán mejor en el sitio en el que lo haremos.

En ese momento, la madre de Pedrito y Lola avisó de que estaba todo preparado. Unos minutos después, un violín sonaba por el altavoz que habían colocado junto al altar.

Los padres de la pandilla esperaban fuera, mirando hacia la casa. Los primeros en salir por la puerta fueron Neno y Juanita. Ella cogió el brazo izquierdo de Neno para ir juntos por el pasillo de hojas custodiado por los padres. Detrás, Joaquín y Lola hacían lo mismo, aunque era él quien enlazó su brazo con el de ella. Unos metros atrás, aparecían Pedrito y Rocío.

Justo en el momento en el que todos los niños se colocaron en los lugares que ya habían ensayado, la música de violín paró, dando paso a una conocida marcha nupcial.

Salchicha Woman y Bratwurst asomaron entonces por la puerta y miraron felices a todos sus amigos. Ninguno de los dos podría haberse imaginado nunca que llegaría un día así, jurando su más sincero amor a alguien y acompañados de sus amigos, de sus hermanos.

Pedrito esperaba en el altar. Unos días antes decidieron que fuera él quien oficiara la ceremonia. Fue él el primero que vio a Salchicha Woman, hacía ya cuatro años, cuando compró un perrito en un puesto ambulante. Los nervios que Pedrito arrastraba desde hacía días, de repente se esfumaron. Las dos salchichas lo miraron. No sabían si echarse a llorar o a reír a carcajadas.

– Bueno, venga, que esto empieza -dijo Pedrito mientras su madre lo miraba negando con la cabeza, lo que hizo que su hijo rectificara y comenzara de nuevo.

– Quería decir que por fin ha llegado el día. Sabíamos que pasaríais vuestra vida juntos desde el primer día que os visteis. Estáis hechos el uno para el otro, sobre todo porque sois dos salchichas, no nos vamos a engañar.

Todos rieron, lo que hizo que Pedrito se tranquilizara aún más.

– Antes de poneros los anillos, podéis pronunciar vuestros votos. Ya sabemos que no es costumbre aquí, pero tampoco lo es casar embutidos.

De nuevo sonó una carcajada.

Bratwurst fue el primero en hablar.

– Recuerdo perfectamente el primer día que te vi. Detrás del escaparate de una charcutería pasaste y mi corazón comenzó a latir con fuerza. No puedo creer que tenga la suerte de poder verte tanto tiempo a partir de ahora. Prometo que te daré todo el amor y cariño que pueda darte. Prometo que por encima de todo te respetaré y respetaré tu libertad. Prometo cuidarte y consolarte cuando lo necesites.

Salchicha Woman tuvo que tragar saliva varias veces para no romper a llorar. Respiró hondo y comenzó a hablar.

– Prometo acompañarte hasta el fin del mundo, estar contigo pase lo que pase mientras seamos felices. Lucharemos juntos cuando haga falta, como hemos hecho hasta ahora. Vivamos juntos esta nueva aventura. Conocerte ha sido lo mejor que me ha pasado en la vida.

El primero en dejar una lágrima escapar fue Neno. Su madre, que estaba justo detrás, le dio un pañuelo.

– Los anillos -dijo Pedrito.

Por el pasillo otoñal empezó a pasar Osiris. Los niños querían ponerle el disfraz de Darth Vader, pero el resto se negó. Llevaba un pequeño cojín rosa sobre la cabeza atado por debajo de la cara con un nudo. Sobre el cojín, dos anillos. Al llegar al altar, Pedrito cogió los dos anillos, los pasó sobre la cabeza de las dos salchichas y éstas las dejaron caer hasta sus cinturas.

Pedrito tosió para aclarar su voz y que la siguiente frase se escuchara bien.

– Lo que el amor ha unido, que no lo separe nadie. Yo os declaro… una pareja maravillosa.

Y las dos salchichas se abrazaron, como hizo el resto de invitados.

Nuetro tercer libro: Capítulo 6

Continuación del Capítulo 5

– Lo que queráis.

Lola respondió tranquila. Era sin duda la que más calmada estaba. Sabía que al ser la mayor tenía que intentar mantener la compostura. Si ella mostraba miedo, sus amigos y su hermano se podrían poner muy nerviosos.

– Vamos allá entonces. Os voy a dar un teléfono para que llaméis -respondió el hombre.

– Yo sé el teléfono de mis padres -sugirió Neno.

– Nada de padres. No llamaréis a ningún padre. ¿Os creéis que somos tontos? -la mujer, por primera vez, iba a estallar-. Si llamamos a vuestros padres llamarían a la policía rápidamente. Además, en el colegio ya les habrán dicho que no los encuentran. Es posible incluso que hayan llamado ya para que un par de coches os busquen, así que ¡nada de padres!

– Pero si no los llamamos a ellos, ¿quién os va a traer lo que queréis?

El hombre feo miró a Lola con una especie de sonrisa dibujada en la cara. Cogió el teléfono y marcó un número.

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El alboroto del simulacro de incendio hizo que en la parte de los despachos del colegio todo estuviera tranquilo. Isabel, la administrativa, trabajaba ordenando unos expedientes de unos alumnos nuevos. Tenía la radio puesta a un volumen tan bajo que normalmente no lo escuchaba, pero como ese día todo el mundo estaba en el patio, podía incluso cantar la letra de una conocida canción. Justo cuando iba a empezar el estribillo sonó el teléfono de su despacho.

– Colegio de primaria, ¿dígame?

– Buenos días -respondió una mujer-. Soy la madre de Joaquín y Rocío, los alumnos que han entrado nuevos este año.

– Sí, qué necesita.

– Verá, esta mañana, con las prisas, se me ha olvidado decirle a mi hija Rocío que he echado en su mochila un jarabe para su tos. El problema es que ella no sabe cuánto ha de tomar y tengo que decírselo.

– No hay problema. Dígame cuánto es y yo se lo digo.

– No -la cortó rápidamente-. Discúlpeme, pero prefiero decírselo yo. Entiéndame. Me quedo más tranquila.

– Está bien. Espere un momento.

Isabel dejó el teléfono sobre la mesa y anduvo con cierta prisa por el pasillo que daba al patio. Se dirigió al lugar donde estaba la clase de los hermanos y le dijo al tutor lo que pasaba. Este asintió, dando el visto bueno.

Mientras Rocío volvía con la administrativa, le contó que era su madre la que estaba al teléfono. Le extrañó mucho lo que le dijo del jarabe. La verdad es que no tenía nada de tos, pero se encogió de hombros.

Al llegar al despacho, Isabel señaló el teléfono.

– Hola, mamá.

– Lo primero y más importante: no quiero que hagas ningún gesto raro ni que digas nada. Tengo a tus amigos de clase, los que estaréis buscando por todo el colegio. Sólo quiero que asientas o digas sí de vez en cuando y no quiero tonterías, ¿me has entendido?

– Sí – Rocío respondió con decisión. Estaba temblando, pero nadie lo notaría.

– En el colegio, seguramente en la mochila de tus compañeros hay dos salchichas. No hace falta que te explique qué son.

– Sí. Pero, ¿dónde está el jarabe?

– Espera… me dicen en la mochila de Pedro. Una azul.

– Sé dónde está. Lo que quiero saber es dónde me lo tomo.

– Chica lista -la mujer supo que hablaba con la persona perfecta para la misión-. Queremos que esta tarde llevéis las dos salchichas al parque del Bulevar. En la parte de arriba hay unas calles sobre césped con varias hileras de pinos.

– Vale. Ya sé.

– Quiero que entiendas una cosa. Si avisas a alguien, si vienen padres, si se lo dices a la policía, será peor. Tú trae a las salchichas y llévate a tus amigos. Serás una heroína de cara a todos. A las siete -dijo antes de colgar.

– Pues sí que te ha dado instrucciones para tomar un jarabe tu madre -rió la administrativa.

A la hora de comer, Rocío y Joaquín sentían un nudo en el estómago. Sabían que lo correcto sería decírselo a sus padres, pero por otro lado no querían poner a sus amigos en peligro; nunca podrían perdonárselo. Cuando llegó la hora del descanso, los dos hermanos se metieron en su habitación, en la que compartían juegos a un lado y dos camas al otro separadas por una mesita.

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A medida que subían por el parque veían los pinos cada vez más cerca. Aún quedaban 20 minutos para que dieran las siete. Cuando llegaron miraron a ambos lados, pero no había nadie.

Mientras tanto, un furgón negro con cristales tintados conducía lentamente por una avenida. Aparcó cerca de un supermercado.

– Ya sabéis, sin tonterías -amenazó el hombre feo-. Cogednos de la mano, como una familia feliz y todos volveremos contentos a casa.

Se acercaron a la zona en la que habían quedado. Allí estaban Joaquín y Rocío, de espaldas a ellos. Cuando llegaron al lugar, les llamaron la atención.

– Vamos, rápido. No hay tiempo que perder. Dadme a las dos salchichas y aquí no ha pasado nada.

Pedrito miraba a sus dos nuevos amigos con tristeza. Sabía que probablemente cuando los dos adultos tuvieran a Salchicha Woman y a Bratwurst no les pasaría nada a ellos, pero se sentía fatal porque iban a dar a estas dos personas terribles a dos de sus mejores amigos. Ningún niño de la pandilla podría llegar a imaginarse su vida sin ellas. Habían vivido mil aventuras juntos y las iban a entregar a dos científicos que podrían hacerles cosas horribles. Por las caras del resto, todos tenían la misma sensación.

– ¡No lo hagáis! -Neno comenzó a llorar-. No se las deis, son nuestras amigas.

– Son nuestras hermanas -siguió hablando Lola, también muy apenada.

– También lo sois vosotros -respondió Rocío-. Por favor, no les hagáis nada malo -esta vez miraba fijamente a los dos adultos.

– ¿Dónde están? Dádmelas y os daré a vuestros cuatro amigos. Lo haremos a la vez -ordenó la mujer.

– Están detrás vuestra desde el principio -contestó Joaquín.

Tanto el hombre feo como la mujer se dieron la vuelta, pero allí no había nadie. Al alzar la vista, se dieron cuenta de que las dos salchichas flotaban en el aire. Una, con una capa que parecía una loncha de queso sostenía a otra un poco más grande. Los dos adultos sonrieron por primera vez en todo el día.

– ¡No! -gritó Pedrito.

Los adultos soltaron a los niños, que rápidamente corrieron hacia Rocío y Joaquín. Se acercaron con decisión a las dos salchichas y las cogieron rápidamente.

– ¡Son nuestras! -gritó el hombre feo.

La mujer, con las dos salchichas, deslizó su mano derecha por encima de ellas cogiendo lo que parecía una cuerda, un hilo finísimo. Parecía un hilo de pesca, tan delgado que apenas se veía.

– ¡Esto qué es! ¡No son las salchichas! ¡Están colgadas de este pino con un hilo!

– ¡Vais a pagarlo caro! -gritó el hombre mientras se daba la vuelta, pero comprobando que ya no había nadie en el lugar en el que habían dejado escapar a los niños.

A unos doscientos metros, seis niños agitaban las manos, saludándolos mientras reían. Los dos adultos comenzaron a correr hacia ellos mientras tiraban las salchichas falsas. En pocos segundos los alcanzaron, ya que los niños no hicieron nada por escapar.

Detrás de los niños las luces rojas y azules de tres coches de policía se encendieron. Cuando los adultos pararon en seco era demasiado tarde. Diez agentes se abalanzaron sobre ellos para esposarlos. Los padres de todos los niños estaban allí con ellos y miraban a los adultos con superioridad.

– Nunca había visto unos niños tan valientes e inteligentes como vosotros, chicos -dijo la que parecía ser jefa del resto de policías-. Habéis hecho muy bien en avisarnos. Estos dos no os volverán a dar problemas. Felicidades también a vosotros -sonrió esta vez a los padres de la pandilla.

Los cuatro niños se dieron un fuerte abrazo y miraron a Rocío y a Joaquín.

– No sabemos cómo daros las gracias -les dijo Lola.

– No tenéis que darlas -respondió Joaquín-. Cualquiera habría hecho lo mismo.

– No -negó Neno-. Cualquiera, no.

Todos se miraron, sonriendo, en silencio. Las dos salchichas salieron de los bolsillos de Rocío y Joaquín. No hacía falta pronunciar palabras para describir lo que todos sentían. No hacía falta para darse cuenta de que nunca más serían seis en la pandilla.

– Bienvenidos, chicos -dijo Juanita-. Nos encanta que forméis parte de esto.

Y todos, los ocho, se fundieron en un abrazo.

Nuestro tercer libro: capítulo 5

La maestra de la biblioteca dejó de mirar la pantalla del ordenador. Se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo de la silla y tornó su mirada hacia los niños con una disimulada sonrisa. Pedrito empezó a dar golpes en la puerta para ver si alguien los escuchaba desde el pasillo. Mientras, la bibliotecaria puso lentamente su mano sobre su cabeza y con cuidado se quitó lo que nadie se había dado cuenta de que era una peluca. Después también se quitó las gafas. Los niños la miraban sin saber qué estaba pasando, mientras la alarma de incendios no paraba de sonar. Por primera vez, la mujer, que ya estaba claro que no era maestra, habló.

– Ya puedes salir.

La pandilla comenzó a mirar hacia todos los huecos del aula, pero allí no había nadie. De repente, las puertas de uno de los armarios de la sala comenzó a abrirse, muy lentamente. La respiración de los niños se agitaba entrecortada.

Cuando la puerta estuvo completamente abierta, de dentro salió un hombre, feo, sucio y destartalado. Miró a los niños, sonriendo de forma malvada.

– No sabéis cuánto tiempo llevo esperando este momento. Tres años y por fin os tengo delante sin nadie que nos moleste.

Pasaron unos segundos. Ninguno de los niños se atrevía a decir nada. Pedrito había dejado de golpear la puerta porque sabía que no había ya nadie detrás. Fue Lola la que se decidió a decir algo que dejó al resto de los amigos boquiabiertos.

– Yo le conozco. No es la primera vez que le veo. Usted es la persona que se sentó con nosotros en el avión cuando volvimos de Egipto.

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– Tienes buena memoria para ser tan canija, niña -respondió despectivamente el hombre feo-.

Los niños se miraban nerviosos. Les hubiera gustado salir de allí corriendo y pedir ayuda, pero nadie les oiría y la puerta estaba cerrada. Era mejor no moverse y dejar que los dos adultos hablaran. Estaban completamente perdidos sobre qué querían.

– Ahora viene lo difícil – la mujer, ahora sin la peluca, parecía la más inteligente de los dos-. A ver cómo nos la ingeniamos para salir de aquí.

– Las ventanas tienen reja. Con eso no contábamos.

– Pero, ¿qué queréis hacer? – Lola estaba asustada – Quiero irme de aquí. ¡Dejadnos salir!

– Calla, niña. Esto durará poco si sois listos – el hombre era cada vez más desagradable-. Ahora vamos a salir de aquí. Haced algún ruido y os aseguro que lo pagaréis muy caro, ¿me habéis entendido?

Ninguno de los niños respondió, lo que el hombre tomó como que estaba todo claro. La mujer se acercó a la puerta, la abrió con llave y asomó la cabeza, mirando a ambos lados.

– No podemos salir todavía. Hay un maestro a la izquierda.

– Lo que no podemos hacer es esperar aquí. Pronto todos los niños y sus profesores subirán del patio. O nos vamos ahora o lo perdemos todo -dijo el hombre, decidido-.

– Sal, dile que eres un compañero y que lo llama la directora -propuso ella-.

Mientras los dos debatían, Pedrito se acercó rápido a la mesa, cogió un papel y comenzó a escribir algo. Su hermana lo miraba aterrada. Si los adultos se daban cuenta, no sabía qué podrían llegar a hacerle. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Pedrito, parecían decirle «vuelve aquí ahora mismo». Pedrito metió el papel en un sobre que había en el cajón y volvió corriendo con sus amigos, sin hacer ruido.

Mientras tanto, el hombre había derramado lo que parecía agua sobre un pañuelo de tela.

– ¿Estás seguro? -preguntó ella, nerviosa.

– Claro que no, pero no nos queda otra.

Se quedaron en la biblioteca los chicos con la mujer. Al cabo de unos segundos, el hombre volvía arrastrando al profe de Educación Física, cogido por las axilas. Lo soltó en el suelo cuando entró al aula. Los amigos empezaron a asustarse de verdad y, aunque ninguno lloraba, por dentro no paraban de gritar.

– Tranquilos -les dijo la mujer, que vio que estaban sorprendidos-. Sólo está dormido. Se despertará en unos minutos y no sabrá lo que ha pasado. ¡Vamos! ¡Venid aquí!

Cada uno de los adultos cogió a dos niños, tapándoles la boca y andando todo lo rápido que pudieron por el pasillo hacia la salida. Los niños, sin apenas poder moverse, llevaban sus ojos hacia todas las direcciones buscando ayuda, pero allí no había nadie. Todo fue muy rápido. Salieron del edificio y se dirigieron a un furgón grande, negro, con lunas tintadas y unas pegatinas con truenos y fuego en el exterior. Parecía la furgoneta de un grupo de música. Abrieron las puertas traseras y empujaron a los chicos adentro. Al cerrar las puertas de nuevo, el piloto rojo de lo que parecía un botón se encendió, lo que dejó a la pandilla ver algo. Se levantaron todos a la vez y comenzaron a golpear las paredes.

– ¡Ya! ¡Parad o será peor! -gritó el hombre desde la parte delantera-.

Por dentro, la cámara del furgón estaba sucio. Tenía las esquinas oxidadas.

– Tranquilos -Lola comenzó a susurrar-. No nos va a pasar nada. Si quisieran hacernos daño, lo habrían hecho ya. Nosotros somos más listos que ellos. No os pongáis nerviosos. Vamos a ver dónde nos llevan y trazaremos un plan. ¡Somos nosotros! Nos gustan las aventuras y hemos salido bien de muchas.

– Pero ninguna como esta, Lola -Juanita respondió con voz gelatinosa-.

– Pues será la mejor aventura de todas -le contestó Neno-.

– Eso es -volvió a hablar Lola-. No los enfadéis. Dejad que hablen y en cuanto podamos, se nos ocurrirá algo.

El furgón anduvo durante unos treinta minutos. De repente, comenzó a saltar un poco y aminoró la marcha. Era como si condujeran sobre pequeñas piedras. Paró, lo que hizo que la intranquilidad de los chicos aumentara.

Cuando se abrió la puerta, la claridad del día inundó el interior del furgón. Los chicos tuvieron que entornar los ojos hasta que se acostumbraron a la luz.

– Salid y no hagáis tonterías. Os alcanzaríamos en segundos -dijo enfadado el hombre-.

Y así era. Estaban en un descampado inmenso que ninguno de los chicos conocía. No podrían escapar corriendo. Cogerían el coche y no tendrían nada que hacer.

– Esto es sencillo -comenzó a hablar ella-. Tenéis algo que queremos, algo que no es vuestro y que vosotros os habéis quedado.

No tardaron nada en darse cuenta de a qué se referían. Algo que os habéis quedado. Sin duda se referían a Salchicha Woman. ¿Qué si no?

– ¿Algo vuestro? -intentó disimular Pedrito.

– No nos toméis por idiotas, niño -contestó el hombre feo-. Bajo las pintas que llevamos ahora hay dos personas mucho más inteligentes de lo que creéis. Lo que queremos es a quien vosotros llamáis «Salchicha Woman». Os apropiasteis de ella hace unos años. La encontrasteis en un puesto ambulante, pero no es vuestra.

Los chicos estaban atónitos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo sabían todo aquello?

– Y por cierto -continuó-. También queremos a la otra salchicha. Ese no es un invento nuestro, pero queremos saber quién nos ha plagiado

– ¿Invento? ¿Plagiado? -preguntó Lola-.

– Copiado -respondió la mujer-. Somos científicos. Y somos muy buenos, los mejores. Trabajábamos para una empresa muy famosa e importante, pero nosotros mismos nos despedimos cuando conseguimos dar vida a seres inertes. Sois listos. Sabéis de lo que hablo.

– Entendednos -siguió el hombre feo-. Esa salchicha es posiblemente lo mejor que se ha conseguido en la historia de la manipulación genética. Nos teníamos que hacer de oro y además ayudaría a desarrollar otros descubrimientos. Pero un día la salchicha desapareció sin más.

– ¡Todo eso es mentira! -gritó Pedrito-. Cuando éramos pequeños, Salchicha Woman nos contó que una morcilla y un chorizo se dieron un…

Mientras lo contaba, Pedrito se iba dando cuenta de la historia que les contaron era absurda.

– Ya, chorizo y morcilla -dijo la mujer señalándose a sí misma y al hombre-. Esa salchicha, además de hablar y de volar, tiene un sentido del humor muy particular.

– Pero, ¿por qué Salchicha Woman nos engañaría? -preguntó extrañado Neno-.

– Para protegernos -aseguró Lola, pensativa-.

– Eso da igual. Las queremos. Las queremos a las dos y las queremos ya. Ahora vamos a llamar a vuestro padres y les contaremos todo. Si antes de esta tarde vuestras dos amigas no están aquí…

Los chicos observaban fijamente lo que el hombre decía.

– Cállate -lo interrumpió ella-. Ya están suficientemente asustados. Nosotros no somos así.

El hombre la miró.

– Si no traen esas salchichas hoy, empezaremos a ser así.

Nuestro tercer libro: capítulo 4

La directora del centro pidió a varios maestros que buscaran a los cuatro niños por el centro. Rápidamente organizaron varios grupos. Al cabo de unos minutos, al ver que nadie los encontraba, todo el centro, incluidos los niños, empezaron a mirar por todas las aulas y baños del colegio. Joaquín y Rocío fueron con su profesor, que les pidió que no se separaran de él al ser nuevos.

Comenzaron a mirar bien por los pasillos y el aula de usos múltiples. Al haber tanta gente buscando, se hacía complicado ver a nadie en especial.

– Vamos a seguir por aquí -indicó su maestro señalando un ala del centro.

Por más que miraban por las aulas, no había rastro de la pandilla. Todos los profesores cruzaban miradas preocupadas, aunque intentaban disimular delante de los alumnos.

– Seguro que aparecen en cualquier momento. Siempre les ha gustado la aventura -bromeaba alguno de ellos para tranquilizarlos.

El tutor de tercero, junto con Joaquín y Rocío, propuso entonces mirar en la biblioteca. Estaba cerrada con llave, así que avisó al conserje para que abriera.

Al entrar, vieron más de lo mismo, una sala vacía. Aún así, miraron por todas partes. Fue Rocío quien vio un papel roto sobre la mesa. Se acercó y lo leyó extrañado. Sus nombres encabezaban la nota.

«Joaquín, Rocío, mirad en la mochila de Pedrito».

– Joaquín, mira -Rocío dio el papel a su hermano, que la miró intrigado.

Hizo un gesto con la cabeza a su hermana y salieron de la biblioteca. Se dirigieron rápidamente a su clase para buscar la mochila. Cuando llegaron, se encontraron con un dilema. ¿Cuál sería la mochila? No conocían todavía la clase. De hecho, no sabían bien quién de ellos podría ser Pedrito.

– Vamos a mirar las libretas de las bandejas que tienen las mesas. Busca su nombre -propuso Rocío.

Tardaron un buen rato en dar con las que ponía «Pedro» en la portada.

– ¡Aquí! -gritó triunfante Joaquín.

Cogió la mochila y la subió a la mesa. Cerraron la puerta antes de inspeccionarla. Al abrirla, miraron con cuidado lo que había dentro.

– Aquí no hay nada. Dos libros, un estuche y la merienda, una salchicha -observó Joaquín.

– Juraría que había otra cosa, pero es como si hubiera desaparecido al abrirla. Además, es raro que lleve una salchicha sin envolver, mezclada con todo lo demás.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Rocío.

Joaquín encogió los hombros sin saber qué hacer.

– Es rarísimo que nos hayan dejado esa nota -pensó. Si nos han pedido que miremos aquí será por algo, pero no sé qué es. No sé qué podemos hacer. Está claro que Pedrito y los demás tienen un problema grande, pero ¿cómo podemos ayudarlos?

En ese momento la mochila comenzó a moverse. Los niños miraron hacia esta y se quedaron mudos, atónitos, cuando vieron cómo la salchicha que había dentro comenzaba a salir lentamente de la mochila, flotando, con lo que parecía una loncha de queso sobre la espalda.

– ¿Problema? -dijo la salchicha. ¿Mis amigos están en un problema?

Los dos hermanos no podían articular palabra. Los dos tenían la boca abierta y no sabían si lo que estaban viendo era real o no.

– Sí, lo sé. Soy una salchicha y estoy volando.

– Y estás hablando -consiguió decir Rocío.

De repente, de la nada, apareció otra más, esta algo más grande.

– Dejad que os presente a Bratwurst. Yo soy Salchicha Woman. Encantada de conoceros. Y ahora que nos hemos presentado, ¿qué os parece si nos contáis qué es lo que ha pasado? Dejaremos lo que somos nosotros para más adelante.

Los dos hermanos contaron a las dos salchichas el incidente del simulacro de incendios. Cuando terminaron, las dos se miraron extrañadas.

– Les ha pasado algo -dijo Bratwurst. A ellos les encantan las aventuras, pero jamás se esconderían en una situación así. Tenemos que buscarlos.

– Todo el colegio está haciéndolo ahora mismo -contestó Joaquín.

– Entonces no están aquí -aseguró Salchicha Woman. No sé cómo podríamos saber dónde se han metido.

Tras un momento pensando fue Rocío la que dio la idea.

– ¡Las cámaras! Hay cámaras por todo el colegio. Me fijé mientras buscábamos a los chicos.

– Bien. Tenemos que buscar la sala en la que estén los monitores.

Los dos hermanos escondieron a las salchichas en los bolsillos de sus chaquetas. Anduvieron por el centro hasta que vieron una puerta con las letras CCTV impresas.

– Es aquí, seguro -dijo Joaquín. La puerta está cerrada.

Miraron a su alrededor.

– Los conductos de ventilación -señaló Salchicha Woman. Entraré por ahí. Esperadme.

Comenzó a volar y rápidamente desapareció por el techo. Fueron unos minutos interminables hasta que apareció de nuevo.

– ¡Di algo! -gritó Rocío.

Salchicha Woman se quedó un rato pensativa, intentando asimilar lo que había visto.

– Los he visto. Han salido de la biblioteca, pero no iban solos. Una mujer y un hombre los llevaban cogidos de sus brazos. Ella no sé quién es, pero ¿él? Lo he visto antes -guardó silencio unos segundos. Sí, es él. El hombre del avión. ¡Eso es! El problema es que no tengo ni idea de dónde han podido ir…

Nuestro tercer libro: capítulo 3

Todo podría haber ocurrido de otra forma ese mismo día. Si no hubiera sido el primer día de clase, si el recreo hubiera sido a otra hora, si no hubieran presentado a los nuevos compañeros, si la alarma de incendios no hubiera sonado… Pero ocurrió así.

Normalmente, la clase de tercero iba a la biblioteca los martes antes del recreo, pero como ese día había sido especial por ser el primer día de clase y por haber hecho las dinámicas, el profesor había decidido ir a la biblioteca después del descanso, aunque avisó a sus alumnos de que era posible que no estuviera allí la maestra que se encargaba de los préstamos.

La clase fue a por sus libros en grupos de cuatro alumnos. Como siempre, los chicos de la patrulla fueron juntos.

La biblioteca del colegio era enorme. Todos los libros estaban muy bien ordenados. Normalmente estaba llena de niños, pero como era el primer día de clase, ese día no había ninguno. Era como entrar a una tienda de ropa a comprar una camiseta y que acaben de abrirla. Todo estaba perfectamente colocado en su sitio.

Los libros de tercero tenían una etiqueta roja. Eso quería decir que eran muy mayores y que podían sacar libros más complicados. La patrulla empezó a buscar alguno que les gustara, alguno que a primera vista les llamara la atención. Cada uno se fue a uno de los pasillos que formaban las grandes estanterías enfrentadas. El silencio era muy acogedor. Daban ganas de quedarse allí un buen rato buscando el libro perfecto.

Mientras ellos buscaban su libro, la maestra, que sí estaba allí, pasaba un lector sobre una etiqueta de la contraportada, organizaba algunos títulos de libros nuevos que iban a añadir a los estantes.

La pandilla fue eligiendo los que querían llevarse a clase. Lola eligió uno de Sherlock Holmes, un detective que tenía que descifrar misteriosos casos con la ayuda de su compañero John Watson.

Neno se decidió por «El capitán calzoncillos», sobre dos niños de primaria a los que les encantan los cómics y se dedican a pintar y dibujar historietas cuyo personaje central es el personaje del mismo nombre del libro.

Juanita se decantó por «La patrulla de la lechuga verde», un libro que habían escrito unos alumnos de segundo de primaria de algún colegio de Jaén que hablaba de las aventuras de un grupo de amigos y unas salchichas con poderes mágicos.

Pedrito «Cabezón» estaba indeciso entre uno de Tea Stilton y otro de Princesas Dragón. Al final decidió que el de Tea le podría gustar más.

Los cuatro niños se dirigieron a la mesa donde estaba la maestra encargada de hacer los préstamos. Le dieron los buenos días, pero ella no contestó. Era nueva ese año, o al menos ellos no la habían visto nunca, aunque bien es cierto que el colegio es muy grande y no conocían a todas las personas que trabajaban ahí. Llevaba un buen rato intentando buscar algo en el ordenador. Parecía que era la primera vez que hacía un préstamo. Tiró pronto la toalla y devolvió el primer libro a Juanita sin pasar el lector.

– El siguiente -dijo con desgana.

Neno le dio el suyo e hizo lo mismo. Tecleaba algo en el ordenador, aunque más bien parecía que quería salir del paso haciendo como que registraba el préstamo. Los chicos se miraron extrañados. A Lola le hubiera gustado decirle cómo se hacía, pero no quería parecer una enterada y mucho menos delante de esa maestra, que parecía que no tenía su mejor día.

Antes de que devolviera el libro a Neno, la alarma de incendios comenzó a sonar. La maestra no se inmutó.

– ¡Es la alarma que suena en los simulacros! -observó Lola-. ¡Tenemos que ir a clase!

– Pero si vamos a clase llevaremos el sentido contrario del que tenemos que tomar. ¿Y si salimos y nos ponemos en la primera fila que veamos en el pasillo?

La idea de Neno parecía buena. Los cuatro niños miraron a la maestra buscando su aprobación, pero seguía sin inmutarse. Cualquiera que pasara podría pensar que era un mueble más de la biblioteca.

La pandilla se miró y encogió los hombros. Un gesto de Pedrito con la cabeza guió al resto a la puerta de salida. Con buen paso, Juanita cogió el pomo para abrirla.

– Qué raro. ¡Está cerrada! -exlamó.

– «Seño», la puerta está cerrada, ¡no podemos salir! -Lola parecía desesperada.

La maestra de la biblioteca dejó de mirar la pantalla del ordenador. Se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo de la silla y tornó su mirada hacia los niños con una disimulada sonrisa. Pedrito empezó a dar golpes en la puerta para ver si alguien los escuchaba desde el pasillo. Mientras, la bibliotecaria puso lentamente su mano sobre su cabeza y con cuidado se quitó lo que nadie se había dado cuenta de que era una peluca. Después también se quitó las gafas. Los niños la miraban sin saber qué estaba pasando, mientras la alarma de incendios no paraba de sonar. Por primera vez, la mujer, que ya estaba claro que no era maestra, habló.

– Ya puedes salir.

La pandilla comenzó a mirar hacia todos los huecos del aula, pero allí no había nadie. De repente, las puertas de uno de los armarios de la sala comenzó a abrirse, muy lentamente. La respiración de los niños se agitaba entrecortada.

Cuando la puerta estuvo completamente abierta, de dentro salió un hombre, feo, sucio y destartalado. Miró a los niños, sonriendo de forma malvada.

– No sabéis cuánto tiempo llevo esperando este momento. Tres años y por fin os tengo delante sin nadie que nos moleste.

Pasaron unos segundos. Ninguno de los niños se atrevía a decir nada. Pedrito había dejado de golpear la puerta porque sabía que no había ya nadie detrás. Fue Lola la que se decidió a decir algo que dejó al resto de los amigos boquiabiertos.

– Yo le conozco. No es la primera vez que le veo. Usted es la persona que se sentó con nosotros en el avión cuando volvimos de Egipto.

Nuestro tercer libro: capítulo 2

Faltaban unos diez minutos para que sonara la campana que avisaba de la entrada a clase cuando abrieron las puertas exteriores del colegio. Las familias hablaban entre ellas mientras los niños corrían a toda prisa por ver quién llegaba antes a su fila. Después de los meses de verano el centro se llenaba otra vez de vida.

La pandilla buscaba su nueva fila en el patio mientras hablaban sin correr. Tenían mucho que contar sobre sus vacaciones, no sólo de las que pasaron juntos. Al llegar saludaron a todos sus compañeros. Todos hablaban a la vez y era casi imposible enterarse de nada. Los nervios del primer día son únicos en todo el año, distintos a los que puedes sentir en otro momento.

Un momento después, unos padres se acercaban a la fila algo desorientados. Una niña y un niño iban con ellos y se pusieron al final de la fila. En pocos segundos se convirtieron en el centro de todas las miradas de clase. ¿Se habrían equivocado de clase o iban a tener nuevos compañeros?

Un par de minutos antes de que fueran las 9, el profe se dirigió a la fila y saludó a las familias y dio abrazos a todos los niños. Después estuvo un rato hablando con los padres que habían llegado más tarde.

La sirena sonó por primera vez después de dos meses y todas las clases empezaron a entrar en el edificio. El aula de 3ºB estaba justo enfrente de donde dieron clase el año anterior. Tenía más luz y era más grande. Todas las paredes estaban desnudas, aunque sabían que poco a poco las irían llenando. Sobre la pizarra había una gran pantalla blanca para proyectar imágenes. A todos les encantó la novedad.

Después de dejar unos minutos de bienvenida, el profe pidió a los alumnos que se sentaran.

– Como habéis visto, este año tenemos la suerte de tener dos nuevos compañeros -dijo sonriéndoles-. Antes de dejar que se presenten y de que contéis qué tal han sido vuestras vacaciones, vamos a hacer un juego.

Todos los niños se pusieron en círculo e hicieron una actividad en la que tenían que ir enredándose unos entre otros sin soltarse las manos. Fue muy divertida e hizo que los dos nuevos compañeros se soltaran un poco y se olvidaran del estrés y tensión que debían sentir por ser el primer día.

Después, uno a uno comenzaron a decir sus nombres y su afición a los nuevos compañeros mientras estos les sonreían. Sin duda parecían divertidos.

– Si os parece bien es vuestro turno. Decidnos vuestro nombre y qué os gusta hacer -propuso el profe.

Los dos niños se levantaron. Eran bastante altos para la edad que tenían. Posiblemente los más altos de la clase. Se miraron los dos. La niña le hizo una tímida señal con la mano al niño, pidiéndole que empezara a hablar él. El niño encogió los hombros y empezó a hablar con decisión.

– Yo soy Joaquín -tenía el pelo negro como el carbón y el pelo tan enredado como los nidos de los gorriones-. Vengo de un colegio de Granada, pero nos hemos mudado aquí, así que no conocemos nada aún de la ciudad. Me gusta hacer muchas cosas, pero sobre todo jugar al baloncesto. Ella es mi herma…

– No necesito que me presentes, ya lo hago yo -dijo sonriendo para quitar hierro al asunto-. Yo soy Rocío y Joaquín es mi hermano. Somos mellizos.

La clase se miró alucinada porque no se parecían en nada. Ella tenía unos ojos tan azules como las turquesas, muy distintos de los de su hermano.

– Me gusta mucho la música. En casa siempre estoy escuchando algo. Ahora estoy aprendiendo a tocar la batería -un murmullo y exclamación de sorpresa llenó la clase-. También me gusta jugar al fútbol.

La pandilla se miraba sonriendo. Sin duda aquellos hermanos parecían ser muy interesantes. Era una suerte que fueran a ser compañeros.

La tres primeras clases pasaron muy rápido. De nuevo la sirena sonó, esta vez para avisar de que era hora del recreo. Pedrito, Lola, Juanita y Neno se acercaron a los nuevos compañeros. Después de presentarse de nuevo, les propusieron enseñarles el centro.

Era enorme. Tenía dos pistas grandísimas.

– Aquí es donde venimos a hacer educación física -explicó Juanita-, menos los días que llueve que nos vamos al gimnasio o a la cueva.

– ¿La cueva? -preguntó extrañada Rocío, pensando probablemente en la cueva de alguna montaña.

– Sí. Ahora te la enseñamos. Es como otro patio pero con techo. Los días que llueve pasamos ahí el recreo y nuestros padres van a recogernos allí a las dos -contestó Neno.

Después de enseñarles la cueva, los llevaron al huerto del colegio, a la rampa del jardín y a los patios laterales.

– Esto es muy grande -observó Joaquín-. Cualquier día me pierdo por aquí.

Fueron de nuevo a las clases. Toda los niños empezaron a hacer una actividad por equipos que había preparado el profe. Tenían que hablar de los tipos de animales invertebrados que se podían encontrar en el colegio e ir escribiéndolos en una tabla que había repartido. Justo cuando llevaban la mitad de la actividad hecha, la sirena volvió a gritar, pero esta vez el sonido era muy distinto. No sonó de forma continuada, como siempre, sino intermitente. También era distinto el timbre. Este era más ruidoso, casi molesto. Además, las luces de emergencia de los pasillos se encendían y apagaban sin descanso.

– ¿Un simulacro el primer día? -dijo para sí mismo el maestro-. De acuerdo, chicos. La alarma de incendios está sonando. Ya sabéis lo que hay que hacer.

Toda la clase se puso en una fila ordenada. Nadie cogió nada. Los abrigos, mochilas, libros había que dejarlos en clase. Rocío y Joaquín repetían lo que hacían los demás, aunque el profe no les quitaba el ojo de encima.

Abrió la puerta y comenzaron a bajar las escaleras. El pasillo estaba abarrotado de alumnos y profesores y, sin prisas, todo el mundo andaba. Cuando llegaron a la planta de abajo el maestro dirigió a los niños a uno de los patios y los reunió en un círculo. Señalando con el dedo comenzó a contar a todo el grupo. Cuando terminó frunció el ceño y volvió a empezar.

– Por favor, no os mováis -pidió.

Estaba contando de nuevo cuando Joaquín y Rocío se acercaron a él.

– Profe.

– Ahora no, Rocío.

– No estamos todos -señaló Joaquín.

El profesor miró fijamente a los hermanos, esta vez prestándoles toda su atención.

– No recuerdo cómo se llaman -explicó Rocío-, pero los cuatro niños que han estado jugando con nosotros en el recreo no están aquí.

Nuestro tercer libro: capítulo 1

En la radio sonaba uno de los últimos éxitos de un grupo muy famoso. A casi todo el mundo le gustaba. Sonaba a todas horas en todas las emisoras y canales de televisión.

– ¡Arranque ya y apague la radio! Si voy a casa en taxi es para no tener que aguantar ni música, ni a la gente ni a nada. Conduzca rápido, tengo ganas de irme de aquí.

La taxista miró por el retrovisor y asintió desesperanzada. Sin duda sabía que este no era el mejor cliente que le podía haber tocado e iban a estar algunas horas juntos hasta llegar a Jaén. Movió el espejo hacia arriba un poco para no tener que verlo. Tampoco físicamente era muy agradable. Pelo grasiento, nariz enorme y cara de estar enfadado con el mundo. Cuando se puso en marcha, el hombre miró hacia arriba tras la ventanilla y sonrió, o al menos parecía algo así como una sonrisa. A pesar de ser de día, el ambiente estaba oscuro por las nubes negras que cubrían el cielo. Con la radio apagada lo único que se escuchaba eran los golpes de las gotas de agua cayendo sobre el techo del taxi y algún que otro relámpago.

– Esto sí es música… -murmuró el apático señor.

Tardaron un buen rato en salir de Madrid. La fuerza del agua hacía que los coches condujeran más despacio por la autovía, lo que retenía la marcha. Como si fuera un metrónomo, el limpiacristales bailaba de un lado al otro sobre el cristal delantero. El monótono movimiento hizo que el hombre se durmiera.

«También roncas. Lo tienes todo», pensaba la taxista, que llevaba todo el viaje en silencio para no molestar.

Un par de horas después despertó. El paisaje era muy distinto. Los olivos llenaban los laterales de la carretera y no había rastro de nubes.

– Paremos un rato. ¡Quiero estirar las piernas!

La mujer tomó la siguiente salida y paró en una gasolinera con restaurante. El hombre salió del coche y sin decir una palabra dio un portazo y se fue.

No había mucha gente dentro, lo que para él era perfecto. Pidió un café solo, sin azúcar. Justo cuando iba a coger la taza, su teléfono sonó.

– Sí. Estoy cerca. A unos veinte minutos. ¿Y qué quieres que yo haga? No puedo llegar antes… sí, les perdí la vista en el aeropuerto, supongo que no habrán llegado todavía -escuchó lo que la otra persona decía mientras su expresión iba empeorando- ¡Pues claro que he hecho fotos! ¡No sé por quién me tomas! ¿Después de los días que he estado allí persiguiéndolos piensas que no he hecho fotos? Siempre piensas que soy tonto. ¡Las tengo aquí, justo en mi mano!

El hombre estaba tan enfadado que empezó a agitar las fotografías muy rápido. En uno de los bruscos movimientos golpeó la mesa y las fotos cayeron al suelo. Un camarero se acercó rápidamente para ayudar a recogerlo.

– ¡Quieto! ¡No le he pedido ayuda!

El camarero miró fijamente al hombre y después a las fotos. Consiguió ver alguna de ellas. En una un edificio estaba ardiendo. En otra una tortuga nadaba en el agua con algo en la boca. Había otra hecha en algo parecido a un museo y la última que consiguió ver mostraba una cabaña de madera.

Recogió todas las fotografías y pago el café con monedas de 2 céntimos.

– Vámonos ya -dijo a la taxista-. Creo que es el viaje más largo del mundo.

Cuando llegaron a la calle en la que el hombre vivía la mujer supo exactamente dónde pararse sin tener que mirar el número de la casa. «Tiene que ser esta», pensó. De entre todas ellas, sólo una estaba tan descuidada que tenía que ser de él.

– Espero que haya tenido un buen viaje -dijo la mujer mientras cogía el dinero exacto del viaje.

El hombre salió del coche sin decir nada. Ni si quiera cerró la puerta, con lo que la mujer tuvo que salir del coche para cerrarla ella. Sin duda había sido el peor cliente que había tenido nunca. Se alegraba de volver a Madrid. El viaje sola le serviría para ordenar sus pensamientos.

La fachada de la casa llevaba décadas sin cuidar. Enredaderas ocupaban la mayor parte. Entre las hojas se podían ver trozos de pared descascarillada. El tejado, más sucio aún que la fachada, guardaba objetos que seguramente el viento llevó.

Entró a la casa empujando varias veces la puerta principal con el hombro. Cerró con más dificultad de la que abrió.

– ¡Ya estoy aquí!

Nadie contestó. Subió las escaleras. La madera de los escalones estaba agrietada. Había tan poca luz que era difícil no tropezar con alguno de ellos. Entró en las habitaciones, pero no había nadie tampoco.

– ¡Se puede saber dónde estás!

Bajó de nuevo, esta vez dos plantas. Llegó al sótano. Si la planta de arriba estaba algo sucia, en la de abajo nadie había limpiado nunca. Una mujer sacaba ropa de la lavadora. A diferencia de él, ella era bien parecida. Si alguien los viera por la calle nunca adivinarían que eran pareja.

– ¡Ya era hora! -gruñó la mujer.

Él no contestó. Se limitó a tirar varios papeles y fotografías sobre una mesa llena de polvo, lo que hizo que una nube se levantara de pronto.

– Perfecto. Esto es perfecto -masculló ella-. Tenemos que colocarlo. Creo que estamos más cerca que nunca.

El hombre se acercó a una puerta e intentó abrirla, pero estaba cerrada con llave.

– Sabes que está cerrada siempre. ¿Te imaginas que pasaría si alguien entrará alguna vez ahí? -protestó ella de nuevo mientras sacaba una llave de su bolsillo.

La habitación tras la puerta era completamente distinta al resto de la casa. Limpia, bien iluminada y sin muebles. Entraron los dos y cerraron la puerta de nuevo. Como si fuera un escenario de una película de policías, una pared estaba llena de recortes de periódico, anotaciones, planos de la ciudad con varios puntos marcados y muchas fotografías. En ellas siempre salían las mismas personas. En un lateral de la pared, cuatro nombres escritos con letras enormes.

– Pedrito, Lola, Neno y Juanita -leyó la mujer-. Ya sois nuestros. Ya estamos muy cerca. Vosotros y esas dos con las que os juntáis. Ya sois nuestros.